Andrés Martínez Oria , 2015-09-29
Porque antes no se había descubierto aún el sentimiento de la Naturaleza y al paisaje apenas se le prestaba atención si no era en breves pinceladas. Y eso es lo que hace nuestro autor, establecer corrientes íntimas que van del yo a la Naturaleza, al pintar el Bierzo con sus sotos y umbrías, sus ríos y lagos serenos, sus monasterios y castillos en ruinas que significaban la viva encarnación de lo romántico. Belleza y fugacidad del tiempo, contemplación de la vida que pasa; muerte quizá ya presentida.
Pero Gil no solo nos dejó una novela clave; es autor de artículos costumbristas tomados del natural, no estampas librescas al uso, lo que los hace singulares en medio de la abundante mediocridad de la época. De segadores, pastores trashumantes, montañeses, pasiegos y maragatos, anota dichos y canciones, además de describir vestidos y costumbres; un material folclórico de primerísima mano. De esos escritos, que se mueven a veces entre el artículo de costumbres y el relato de viajes, se lleva la palma el Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, que es invitación, para el lector y los viajeros de entonces y de hoy, a un territorio virgen y bellísimo, aún por descubrir: León. Ahí está el Bierzo vegetal rezumando historia, la Maragatería de leyenda que conoció en sus tiempos de estudiante en el Seminario de Astorga, y la capital, con sus tesoros medievales. Un libro que conviene leer si se quiere visitar León con un poco de criterio.
Habría que añadir, para exquisitos, su labor crítica, que deja en algunos de los artículos, como el dedicado a la poesía de Espronceda, lo más certero y penetrante del ensayo de entonces.
No ha convencido nunca del todo su poesía, es verdad, poemas largos y meditativos al estilo de Lamartine, y sin embargo supo denunciar la hipocresía y la corrupción, y cantar a la patria, la libertad y la rebeldía, como Espronceda o Byron, de lo que son ejemplo los dedicados a Torrijos, Campo Alange, el Dos de Mayo o a esa Polonia sometida por los rusos y abandonada cobardemente por Europa. Aunque lo más celebrado es quizá el poeta lírico que se detiene a contemplar la caída de las hojas, la gota de rocío o la humilde violeta. Sin olvidar el lamento por la muerte del Espronceda amigo, su último poema.
Aunque la cumbre emocional, por auténtica, la alcanza quizá en un texto escrito tras un paseo a orillas del Manzanares, Atardecer en San Antonio de la Florida, donde se trasluce la melancolía nacida de la soledad y el desarraigo en la gran ciudad, de la lejanía de los suyos y las recientes muertes de su padre, su mejor amigo y su amada, Juana Bailina.
Muerto muy joven en misión diplomática, como secretario de legación ante la corte prusiana de Federico Guillermo, a quien lo había presentado nada menos que Humboldt, amigo y lector de su novela, como el rey, nos queda de Enrique Gil y Carrasco la imagen de un joven educado y pulcro, moderado de palabra e ideas, a pesar de su juventud, los círculos exaltados en los que se movía y los tiempos incendiarios que le tocó vivir. Inteligente y reservado, fiel a la amistad, noble de sentimientos, defensor de los derechos de la mujer y del amor como aspiración superior del ser humano, amante de su León natal y de su patria española, abierto al progreso y adelantado en ideas literarias y pensamiento político, partidario siempre de la mesura, sigue siendo hoy un valor firme cuando se nos mueven pilares que nunca debieron tocarse.